DOSSIER

Territorio y territorialidad: Teorías en confluencia y refutación

Territory and territoriality: Theories in confluence and refutation

http://orcid.org//0000-0002-1699-9045 Luis A. Herrera Montero
Universidad de Cuenca, Ecuador
http://orcid.org//0000-0001-6346-088 Lucía Herrera Montero
Investigadora independiente, Ecuador

Territorio y territorialidad: Teorías en confluencia y refutación

Universitas. Revista de Ciencias Sociales y Humanas, núm. 32, 2020

Universidad Politécnica Salesiana

Recepción: 31 Octubre 2019

Aprobación: 07 Febrero 2020

Publicación: 01 Marzo 2020

Resumen: En Ecuador, las temáticas relativas a territorio y territorialidad constituyen, en los actuales momentos, importantes ejes de interés teórico y sociopolítico. No obstante, y a pesar de ser un asunto prioritario en la gestión y administración de proyectos de índole institucional, su relevancia en los ámbitos filosóficos y socio-antropológicos no ha sido suficientemente considerada. Diversas instancias de gobierno y organismos no gubernamentales (ONG) llevan más de dos décadas trabajando en torno al ordenamiento territorial. En cambio, la reflexión teórica, de utilidad científica, es incipiente y está apenas en sus primeras fases de desarrollo. En tal contexto, el objetivo del presente artículo es explorar contribuciones teóricas y enfoques epistémicos, utilizando para ello metodologías hermenéuticas, de pensamiento relacional y de reflexividad. Los contenidos expuestos como resultados dan cuenta de confluencias y discrepancias entre teorías que tienen mayor relevancia epistemológica en materia social: el marxismo, el posestructuralismo y la interculturalidad En calidad de conclusión se puede sostener que mientras el territorio es principalmente estructural, la territorialidad refiere a procesos de transformación societal, de metamorfosis y sintonía socio-natural.

Palabras clave: Territorio, territorialidad, interculturalidad, prácticas, comunidad y transformación.

Abstract: In Ecuador, themes regarding territory and territoriality are nowadays key theoretical and socio-political issues. Nonetheless, whilst they are already considered a priority in a number of institutional management and administration projects, their philosophical and socio-anthropological significance has not been sufficiently pondered. Government entities and non-governmental organizations (NGOs) have been working on territorial planning for more than two decades; conversely, the theoretical production on the topics, with adequate scientific usefulness and practicality, is barely in its early stages of development. In such a context, the aim of this paper is to explore a number of epistemological approaches on the issues of territory and territoriality, employing hermeneutical, relational thinking and reflexivity methodologies. The overall picture and the outcomes of the study reveal both confluences and discrepancies between theories which have major epistemological relevance in social matters: marxism, poststructuralism, interculturality. As a general conclusion, it could be contended that while territory is mainly structural, territoriality refers to processes of societal transformation, metamorphosis and socio-natural tuning.

Keywords: Territory, territoriality, interculturality, practices, community and transformation.

Forma sugerida de citar:

Herrera Montero, L.A., y Herrera Montero, L. (2020). Territorio y territorialidad: Teorías en confluencia y refutación. Universitas, 32, pp. 99-120.

Introducción

Con frecuencia, y así sucede en el caso ecuatoriano, los abordajes en relación al tema territorial se han vinculado a la gestión política de territorios. De ahí que el análisis se haya centrado prioritariamente en necesidades de índole práctica, antes que teórica, y que su especificidad haya sido fundamentalmente de orden técnica. Ahora bien, cabe resaltar que, como resultado de esta tendencia hacia la práctica, contamos en Ecuador con un importante trayecto jurídico político que responde a procesos de resistencia al capitalismo global, procesos gestados por movimientos sociales, principalmente indígenas. Se ha logrado así instituir diversas normativas, tanto a nivel constitucional como de leyes específicas.[1] No obstante, en materia teórica, la tarea está aún pendiente; incluso, en términos de leyes, a pesar de las conquistas obtenidas, el capitalismo ha terminado imponiéndose en el ejercicio institucional, reduciendo con frecuencia las propuestas de movimientos los sociales, sustentadas en la plurinacionalidad, la interculturalidad y el buen vivir, a sugerentes retóricas paradigmática y utopías.

No se pueden negar que existen los valiosos aportes como los del Colectivo de Geografía Crítica (2018)[2] y las contribuciones contenidas en la compilación Territorialidades otras. Visiones alternativas de la tierra y el territorio desde Ecuador, bajo la edición de Waldmüller y Altmann (2018). Sin embargo, estas reflexiones no siempre advierten que, ante la arrolladora presencia de la globalización capitalista y control de la vida y la intimidad (Deleuze, 1991), la lucha política de los movimientos sociales debe desplegarse más allá de los ámbitos estrictamente locales. Los procesos regionales, nacionales y locales, no pueden entenderse desarticulados de la globalización (Harvey, 2007), pues la presencia global del capitalismo, principalmente financiero-extractivista, posee poder planetario. A este respecto, Saskia Sassen (2007) pone en evidencia que el extractivismo no supone solamente el despojo de recursos naturales, sino que se ejerce también sobre una diversidad de seres humanos a través de los procesos intensivos de urbanización, la masificación del capital tecnológico y la acumulación financiera monopólica.

El problema, en el caso concreto del Ecuador, radica en cómo consolidar procesos contrahegemónicos y promover perspectivas teóricas para el fortalecimiento de la reflexión política bajo los postulados de plurinacionalidad, buen vivir, descentralización y participación democrática en la gestión social del territorio. Los movimientos indígenas, en la década de los 90 del siglo XX, luego de un proceso que se inició en los 70, tuvieron oportunidad de gestar agenciamientos innovadores de institucionalidad a través de triunfos electorales y reelecciones; sin embargo, sus estrategias de sostenibilidad fueron débiles. La capacidad de manejo de las estructuras institucionales fue diluyéndose en una serie de lógicas funcionales al sistema clientelar capitalista; y la incidencia en las nuevas generaciones terminó siendo un desafío con contratiempos debido al innegable ejercicio hegemónico del capitalismo global.

En este contexto, no es nuestra intención proponer un manifiesto para la aplicación de estrategias. Nuestro objetivo es emprender un abordaje teórico que refuerce la compleja naturaleza del tema territorial. Para ello iniciamos nuestra reflexión retomando los aportes de Martínez (2012), quien aborda la condición estructurada-estructurante del territorio en función de los conceptos de habitus y de campo propuestos por Bourdieu. La reflexión sobre la transformación social nos lleva, por su parte, a reconocer la importancia de las contribuciones epistémicas postestructurales y, en particular, del concepto el concepto de rizoma de Deleuze y Guatarri (2007), concepto que caracteriza tejidos, donde lo estructural se desestructura en fugas, provocando también complejos procesos de territorialización, desterritorialización y reterritorialización. Al respecto, las reflexiones de Houtart y Herrera (2018) nos ofrecen útiles referencias para el análisis teórico en nuestro país. Por otra parte, reconocemos y recuperamos la valiosa reflexión que surge desde las experiencias y prácticas de lucha política de los movimientos sociales en Ecuador; esta reflexión gira fundamentalmente en torno al concepto de territorialidad y se da a partir de contenidos enfocados en la transformación social de espacialidades configuradas y estructuradas por siglos de dominación capital/colonialidad (Zeas et al., 2004).[3] En lo que concierne al concepto territorialidad, reconocemos la calidad de respaldo epistémico de los trabajos de Prada (2008) y de Saquet (2015).

El propósito es trazar una ruta epistémica entre estas perspectivas con el fin de facilitar la comprensión filosófica de la praxis como una necesidad compleja de multiplicidades interconectadas: priorizamos la producción latinoamericana sobre territorialidad, pero sin negar la validez del diálogo con producciones teóricas de Occidente. Para Bourdieu y Wacquant (2008) una propuesta de este tipo debe conducir a la construcción de teoría; lo que supone impugnar enfáticamente la fractura entre teoría y práctica investigativa. Por otro lado, tampoco pretendemos caer en perspectivas duales que oponen occidente-indigenismo, global-local y teoría-práctica. Lo teórico es indispensable para analizar lo práctico, desde un enfoque epistémico que integre marcos diferentes de interpretación contrahegemónica.

Es así que, en términos metodológicos, nuestra contribución no solamente propone rutas de diálogo político epistémico, sino también un ejercicio de transdisciplinariedad entre la cultura política popular, el pensamiento sociológico de Bourdieu y la filosofía postestructural rizomática. Morin (1999) subraya este concepto de transdiciplinariedad para explicar perspectivas que superan la especificidad disciplinaria de la academia dominante de la modernidad, pero también para superar enfoques interdisciplinares, que no reconocen epistemes por fuera de los ámbitos académicos y de producción científica.

Con la transdiciplinariedad no se pretende desconocer a la ciencia sino ponerla en diálogo, tanto entre sus especialidades, como con conocimientos sociales de orígenes y trayectorias diferentes. En este sentido, nuestra metodología fue cartográfica, pero referida a una cartografía que no conlleva trabajo de campo práctico, sino un abordaje estrictamente teórico acerca del territorio y la territorialidad. En palabras de Deleuze y Guattari (2007), el libro mismo es mapa, por lo que nos ha sido posible cartografiar sin recurrir a ámbitos geográficos ni de georreferencia. El análisis que hacemos es un mapa de articulación epistémica entre habitus, rizoma y territorialidad intercultural.

El texto es un recorrido por circuitos estructurales, fugas postestructurales y rearticulaciones en postulados interculturales, como una delineación integradora de multiplicidades. Obviamente, la analogía del libro como mapa puede reproducirse en relación a artículos, y es así como lo intentamos en el presente texto.

En términos de procedimiento fue de utilidad reflexionar en forma relacional y diferencial simultáneamente, Todos los textos, desde las concepciones que hemos priorizado, tienen como eje de recorrido las relaciones de poder y la necesidad de transformar la realidad social, principalmente desde resistencias que promuevan nuevas estructuras o multiplicidades que tranzan líneas de diferencia o nuevas articulaciones a través de pactos y prácticas éticas e interculturales para compartir el poder.

Territorio y territorialidad: recorridos conceptuales

El territorio se define, en primera instancia, por su poblamiento, con base en confluencias y disputas. Supone poblaciones que se construyen y transforman dentro de un espacio geográfico y que interactúan movidas por necesidades de índole diversa, tanto biológicas como sociales. En el ámbito sociocultural, el territorio no puede ser entendido como un perímetro definido en un plano ni como un sitio con una dirección y bajo una propiedad determinada, ya sea esta privada o colectiva. El territorio es fundamentalmente diversidad de espacios y asentamientos, cuya característica fundamental es la rica movilidad de sus actores. Si bien es importante mapear territorios para procesos de planificación y ordenamiento, como efectivamente sucede en la modernidad, no es dable reemplazar, con esos mapas, la presencia territorial de las diversas culturas que los habitan, y cuya vía privilegiada de expresión está en la multiplicidad de sus prácticas.

Tampoco podemos dejar de lado el hecho de que el territorio, en su condición de existencia y concreción, cobra sentido en su materialidad. Ello no supone, por supuesto, validar concepciones materialistas mecanicistas que conciben la existencia de la realidad exclusivamente en términos de la constatación sensibles; pero tampoco privilegiar la racionalidad como dimensión prioritaria de lo real. Sin desconocer la materialidad física de todo territorio, el recorrido conceptual que aquí presentamos concibe, tanto el territorio como la territorialidad, sobre la base de un espacio/espacialidad que responde a interacciones sociales; esto es que existe por sus actores y sus interrelaciones, que son de carácter múltiple, que se concretan en función de diferencias y que promueven simultáneamente encuentros y desencuentros (Massey, 2005). Son, por tanto, entidades abiertas al devenir. De ahí la necesidad de entender que las relaciones sociales que caracterizan un territorio se explican por relaciones de poder, por ser espacios políticos, que han supuesto la imposición de dinámicas de expropiación violenta de territorios y el sometimiento de poblaciones que han perdido el control sobre aquello que antes era su escenario de identidad cultural.

En lo que concierne específicamente a la noción territorio, Luciano Martínez (2012) retomando las ideas de Bourdieu, señala que, al hablar de construcción social del territo­rio, se debe considerar la dimensión “relacional” de los actores que despliegan estrategias específicas de acuer­do a intereses vinculados con su ubicación en el campo social. En El sentido práctico (1991), Bourdieu propone el concepto de habitus para dar cuenta de articulaciones y contradicciones que direccionan los comportamientos sociales dentro de lo que él, a su vez, denomina el campo social. En su calidad de entidad estructurada y estructurante, el habitus se constituye como una multiplicidad de prácticas sistémicas. No suponen, por tanto, la conciliación de dos principios que generalmente aparecen como antitéticos: estructura y acción. Consideramos que Bourdieu no asume posiciones dicotómicas que propenden a la conciliación sintética de estos principios opuestos. Es importante entender, además, que en su propuesta ni campo ni habitus se reducen a estructuras abstractas.

Por el contrario, se ubican como entidades orientadoras y generadoras de sentido práctico, es decir de acción y de relación y, por tanto, de realidad. Desde una perspectiva plenamente histórica, el campo social se constituye como un espacio en disputa, esto es de conflicto y competencia: un campo se constituye por fuerzas, y por luchas para transformar o conservar las relaciones de fuerzas que existen en un momento dado (Bourdieu, 2002). Pero las conductas y acciones que se llevan a cabo dentro de un campo no responden ni a leyes universales ni a la racionalidad de los actores involucrados, sino a predisposiciones para la acción y a esque­mas de percepción y valoración de la realidad social, propios del habitus que entra en juego. El habitus se constituye como un conjunto de disposiciones, dentro de las cuales las experiencias se perpetúan o se transponen. Si el habitus social es homólogo al individual, las prácticas de dominación atraviesan tanto a la clase, en su conjunto, como a sus individuos. La esencia del habitus es, en consecuencia, volver perdurable los modos de ser, hablar, caminar, sentir, pensar; mantener la sumisión al orden social (Nordmann, 2010). En calidad de proceso, en el habitus se tejen pasado, presente y futuro (Wacquant, 2008).

En esta línea de reflexión, nosotros quisiéramos ir más allá de la analogía que Martínez establece entre el territorio y el campo social, propuesto por Bourdieu como un campo en disputa, conflicto y competencia. En este sentido quisiéramos relacionar la noción de territorio con la de habitus, pues el territorio supera el ámbito de lo espacial para convertirse en práctica estructurada y estructurante, que define tanto las posibilidades de acción como los campos -físicos, sociales y simbólicos- en los que esa acción se concreta, se materializa; esto es, se vuelve realidad. El aporte marxista de Bourdieu nos permite evitar posturas ingenuas y voluntaristas enmarcadas en el legítimo deseo de transformación societal. Desestructurar territorios, impuestos por el orden hegemónico e incorporados por los actores sociales, es una práctica sumamente compleja, que rebasa su simple comprensión y explicación. Superar el orden global capitalista y establecer un nuevo sistema civilizatorio no es tarea sencilla. Las propuestas de desestructuración han sido persistentemente refuncionalizadas y articuladas dentro de la lógica capital-trabajo, y los socialismos, lejos de instituir un orden alternativo, terminaron anulándose en esa misma lógica a nivel glocal. Es un hecho que la globalización ejerce una clara hegemonía en la estructuración territorial del planeta. En este sentido, el habitus, y en su condición estructurada y estructurante, tiende a la unificación de la multiplicidad de lo real.

Y, sin embargo, la realidad se presenta al mismo tiempo desestructurada y desestructurante, conforme procesos complejos de metamorfosis; esto es, procesos profundos de transformación integral en un incesante devenir otro (Braidotti, 2005). La realidad va emergiendo, deviene proceso y tiene una condición claramente ontológica y de apertura y expansión, no solo de lo humano, sino de cualquier existencia vital que la transite. Dentro de esta lógica que coloca lo vital como eje de construcción territorial, se encuentra la propuesta de rizoma-raíz de Deleuze y Guattari (2007).

Los autores sostienen que el rizoma se explica como no-estructura, y es opuesto a conformaciones arbóreas. Con ello no argumentan la inexistencia de estructuras, sino que subrayan su incesante descomposición en procesos de desterritorialización. En esta línea de reflexión, el territorio resulta de un movimiento constante e inagotable de desterritorialización y reterritorialización. Es tejido que se compone a partir de fugas y mutaciones, donde las relaciones se deshabitúan y se rehabitúan tanto como se desterritorializan y reterritorializan. Sabemos que las comunidades humanas originarias convivieron entre tejidos y fugas, en íntima relación con los procesos de la naturaleza. Los territorios se estructuraban y desestructuraban por su condición nómada. La movilidad matizó la sobrevivencia natural y social, lo que exigió también una constante desterritorialización, pero no como un absoluto, pues el poblamiento de un nuevo territorio implicó siempre procesos de reterritorialización.

Por otra parte, territorializar un espacio implica invariablemente avenencia y disputa con otras especies; de ahí que la convivencia se efectúe en comunión y tensión, simultáneamente. Rosi Braidotti (2009) a partir de sus lecturas de Deleuze, comprende la territorialización como diferencias en movilidad, que producen subjetivaciones emergentes, en tránsito, como potencia de multiplicidades en movimiento, que territorializan, desterritorializan y reterritorializan en sus trayectos.

En las sociedades sedentarias, pese a que su sobrevivencia territorial se asumía delimitada, la movilidad perduró, no solamente en espacios propios al grupo social, sino mediante expansiones de dominación imperial a otras agrupaciones sociales. Es así que, incluso en pleno sedentarismo, los sujetos son nómades y, por tanto, viven procesos de territorialización-desterritorialización-reterritorialización (Deleuze & Guattari, 2007). Las propuestas sobre rizoma no son discurso para el deber ser o la prospectiva utópica de un nuevo mundo. Mediante el rizoma se pueden establecer también devenires perversos o ignominiosos. La dominación en este caso también puede ser rizoma, pero no desde condiciones de perennidad, sino también de incesante desestructuración. Es así que, territorios determinados por una lógica de dominación terminan siendo caotizados por esa misma lógica.

Hacia una territorialidad intercultural

El actual proceso de globalización territorial ha colocado la relación sociedad-naturaleza en un desequilibrio peligroso a causa de la imposición de lógicas que fracturan el ponderado proceso de desarrollo de la especie humana como parte del mundo natural. La modernidad capitalista ha generado un sobredimensionamiento de los aspectos de índole social, acentuando la reducción de la naturaleza a categoría de mera portadora de valores de uso y materias primas para la producción industrial-postindustrial y científico-técnica; consolidando a escala planetaria la supuesta supremacía del ser humano por sobre todo tipo de existencia otra, y colocando, además, a una gran diversidad de especies —incluso la suya misma— en riesgo de extinción, Si tomamos en cuenta evidencias sociales irrefutables, la civilización contemporánea se encuentra en crisis, sea por el excesivo y monopólico uso de recursos naturales, por el casi irreversible calentamiento global o por la presencia de guerras devastadoras y el cuantioso gasto en armas de destrucción masiva. Ante este excesivo y contaminante predominio de lo social sobre lo natural, y frente a la situación de crisis civilizatoria y territorial que sobrellevamos, surgen iniciativas que plantean concebir y materializar territorios a través de propuestas de territorialidad o territorialidades alternativas.

La noción misma de territorialidad nos sitúa de manera directa en concepciones no-antropocéntricas del territorio (Waldmüller & Altmann, 2018) al partir incluso de la constatación de que este, en cuanto tal, existe antes de la presencia humana en el planeta: no somos ajenos a una conformación territorial que nos precede y los aspectos simbólicos, propios de nuestra especie, tienen expresión en su materialidad y hacen parte de un entorno vital que nos supera. La materialidad de la territorialidad humana cobra sentido en producciones sociales de muy diverso tipo: ciudades, vías de comunicación, medios de transporte, máquinas, artesanías, libros, pinturas, canciones, y un vastísimo etcétera imposible de enumerar. De ahí que el concepto de territorialidad articule lo abstracto y lo concreto, sin interpretaciones duales, sino por el contrario en interrelaciones ricamente entretejidas y fusionadas.

A este respecto, Saquet (2015) plantea una significativa interconexión entre tres importantes dominios de los territorios y las territorialidades humanos: la sociabilidad, la animalidad y la espiritualidad, “destacando la primera dimensión sin dejar de considerar las otras” (p. 17). En el caso ecuatoriano, la formulación teórica de la territorialidad es principalmente producto del trabajo conjunto de diversos colectivos pertenecientes al movimiento indígena. La territorialidad, se afirma en el texto elaborado por el CODENPE (Consejo de Desarrollo de las Nacionalidades y Pueblos del Ecuador), integra sinérgicamente cinco dimensiones: “socio-cultural, ecológica-territorial, física espacial, económica-productiva y política-administrativa” (Zeas et al., 2004, p. 13). En el texto del CODENPE, se ofrece también una reflexión sobre espiritualidad, que otorga una perspectiva de totalidad a la propuesta de territorialidad y gobernabilidad para los pueblos indígenas de Ecuador. La espiritualidad concibe en sinergia la relación cultura-naturaleza, a través de una cosmovisión que vincula estrechamente lo espiritual con lo sagrado, y donde los cuatro elementos substanciales (agua, fuego, aire y tierra) constituyen ejes de los procesos rituales. A partir de entender la vida como espiritualidad, los pueblos indígenas de Ecuador, han construido filosofías de la praxis, que articulan cosmos, comunidad e individuo, facilitando la preservación de sus identidades como pueblos y, actualmente, como nacionalidades. De este modo, se ha posibilitado que sus saberes ancestrales, su organización familiar comunitaria y principios de solidaridad-reciprocidad pervivan.

En el contexto de la propuesta de movimiento indígena ecuatoriano, el concepto de territorialidad no puede ignorar perspectivas comunitarias de construcción del territorio que surgen desde los legados de resistencia colectiva a los embates de la modernidad capitalista. La territorialidad está, por ello, profundamente vinculada a la capacidad de mantener prácticas de pueblos que han resistido al ordenamiento territorial colonizador (Prada, 2008). Es así que, si bien hemos insistido en la diferenciación de los conceptos de territorio y territorialidad, estos no constituyen de ninguna manera conceptos antagónicos. De hecho, podríamos decir que la territorialidad incluye al territorio: es territorio con contenidos de resistencia y transformación, y, por tanto, implica procesos en constante movimiento y metamorfosis. Afirmar la territorialidad supone asumir concreciones de cambio societal en el territorio; alterar estructuras que direccionan prácticas de dominación interiorizadas, en tanto sentido común, y escenificadas en territorios en términos de ordenamientos y jerarquías sociales.

La territorialidad supone, en consecuencia, deshabituar y rehabituar territorios. A partir de la transformación societal que ella entraña, su significado es de contra orden, de contrahegemonía, de contra-habitus, en tanto este defina conformaciones de estructuración bajo la lógica capitalista. El hecho de deshabituar y rehabituar implica otras conciencias y capacidades de actuar y agenciar cambios en los territorios, desde lógicas de participación societal, que implique acciones de cooperación, solidaridad y unión (Saquet, 2015). En consonancia con ello, las comunidades indígenas de América no se definen sobre la base de estructuras de reproducción de un orden de dominación, y su presencia, aunque muy debilitada, es antagónica respecto de subjetivaciones de individualismo y privatización capitalista. No obstante, es importante no pasar por alto que la comunidad se ubica en campos, entendidos como espacialidad en disputa, en conflicto con la hegemonía territorial capitalista. Sin duda, en esos campos de conflicto, las comunidades se encuentran en estado de profunda vulnerabilidad y, en ciertos casos, inclusive de riesgo. Por eso no pueden limitarse a procurar cambios que se ciñan su condición interna; deben generar procesos de alianza y reproducción diversa en el mundo contemporáneo, e inscribirse dentro de propuestas y manifiestos más amplios de lucha política emancipatoria y postcapitalista (Houtart & Herrera, 2018). De ahí la absoluta pertinencia de concretar procesos que se asienten en relaciones de interculturalidad.

Ahora bien, la noción de comunidad no es exclusiva de pueblos indígenas Ya en la antigua Grecia, Aristóteles (2000) define lo común en relación directa con la ciudadanía y su hábitat. En ese entonces, la comunidad correspondía a una perspectiva unitaria, y no se oponía al hecho de poseer riquezas y honores, ni de marcar jerarquías como condición de ciudadanía —de la que estaban excluidos bárbaros-extranjeros, mujeres, niños y, obviamente, esclavos—. Hoy por hoy, la noción de comunidad alude a significaciones nuevas. Francois Houtart (2013) la define como un conjunto de procesos que se encaminan hacia el bien común de la humanidad, con base en la recuperación del comunismo, como sociedad igualitaria, sin predominios ni privilegios de clase. Houtart, no obstante, no excluye perspectivas plurales —como bienes comunes de la humanidad, en legitimo reconocimiento de resistencias y diversidades políticas— pero considera prioritaria una postura postcapitalista, que implique el derecho universal al bien común, como una lucha política con perspectivas unitarias.

Alfonso Torres (2013), por su parte, combina la panorámica holística del concepto comunidad con procesos de subjetivación emergente. En su propuesta rescata las contribuciones de Esposito y de Nancy, y, en este sentido, enfatiza también en enfoques plurales del concepto. En su análisis, la comunidad puede producirse a través de múltiples asociaciones, enmarcadas en la acción comunitaria desde relaciones de solidaridad y reciprocidad.

Bajo una postura epistémica similar, Roberto Esposito (2012) considera que el uso más extendido de concepto comunidad, tiende a asociar la idea de lo propio, sea desde la identidad étnica o desde la propiedad común de un territorio determinado. Esposito, sin embargo, plantea una vía de interpretación que difiere de este uso dominante: desde su argumentación lo común se refiere a lo público, de suerte que difiere de todo tipo de dominio o propiedad. Lo común resultaría precisamente aquello que no es propio, es decir lo impropio. Esposito define la comunidad sobre la base de relaciones de reciprocidad y no de posesión-propiedad-dominio. Lo público se entiende, entonces, en su calidad de donum o don, aquello que se da al otro. En rigor, lo común se relaciona más con el hecho de desprenderse y no de acumular. La comunidad supone, por consiguiente, disposiciones de agradecimiento y compromiso con el otro en tanto existe una deuda adquirida por aquello que se ha recibido; una relación que se diferencia del acto mercantil de vender y comprar.

Raúl Prada (2008) retoma los planteamientos de Esposito para resaltar la centralidad del don y del dar, del intercambio y la reciprocidad, en la constitución de la comunidad. Según lo señala en su texto, la comunidad interesa no solo como institución social, sino sobre todo como sustrato ético y como referente de la sociedad en el contexto actual de expansión globalizadora del capitalismo (p. 32). El don, al fundarse en el derroche y la generosidad, se opone al valor de la economía capitalista y deviene en eje fundamental del entramado que constituye la comunidad. En este contexto, Prada enfatiza en el espesor histórico que tiene la comunidad: los desplazamientos semánticos, el cambio de sentido de las reminiscencias heredadas, se explican tan solo en función de nuevos contextos históricos. De ahí que a Prada le interese “trabajar una forma de presente en la que emergen dinámicas y bullentes formas de comunidad, resistentes y rebeldes, que rescatan el principio colectivo frente al principio de individuación, preponderante a lo largo de la modernidad” (p. 37).

En consonancia con lo expuesto, Prada concibe al ayllu como una territorialidad, un archipiélago andino, “que combina tanto la unión de territorios mediante alianzas, como la utilización de zonas de residencias multiétnicas, ocupadas por distintos ayllus” (p. 42). La territorialidad del ayllu no puede entenderse sin remitirlo a su matriz inicial, a su arquitectura arcaica precolombina, desde donde se erige y se ha erigido siempre como una forma de organización social de resistencia a la conformación estatal del territorio. En el ayllu, sostiene Prada, la tierra es espacio y, al mismo tiempo, memoria y vitalidad. Podríamos decir, en definitiva, que la territorialidad del ayllu andino contiene aquello que el dominio colonizador desmereció, toda esa compleja riqueza de diversidades articuladas en los pueblos, entre pueblos y de estos con la naturaleza.

Sobre la base de lo expuesto, es importante señalar que en el mundo indígena las comunidades han sido y son siempre plurales y heterogéneas. Nunca existió una comunidad única y/o unificada, y mucho menos una comunidad homogénea. Nancy (2000), en su línea de argumentación postestructual, analiza la comunidad inoperante para afirmar la importancia de la singularidad —que no supone ninguna instancia de individualización—. Nancy sostiene que “la singularidad nunca posee la naturaleza, ni la estructura, de la individualidad” (2000, p. 18). La comunidad, a diferencia de lo individual, es singular e indivisible: es aquello que hace comunicar los cuerpos, las voces y las escrituras. En su perspectiva, un horizonte de futuro exclusivo y excluyente, como el que propende comunismo, desconoce el valor de la singularidad; la comunidad, por el contrario, siempre supone el encuentro plural de singularidades.

En América Latina, estos enfoques contemporáneos de lo que constituye la comunidad tienen un peso preponderante en vista de que cualquier proyecto de futuro que propenda a la construcción de comunidades “otras” solo puede construirse sobre la base de la unidad de lo diverso y de la diversificación de las unidades singulares (Herrera & Torres, 2017), priorizando lo vital y relevando el tema dentro de propuestas y manifiestos de lucha política emancipatoria y postcapitalista (Houtart & Herrera, 2018). Al propugnar la territorialidad se incorporan todas aquellas demandas y propuestas que proyectan transformaciones sociales, con base en principios de igualdad social, inclusión de diferencias y disensos, indispensabilidad ética en la formulación de praxis políticas. Es un hecho indiscutible que, en el contexto neoliberal contemporáneo, la situación de colonialidad y de neocolonialidad que nuestros países han sufrido, coloca en situación aún de mayor desventaja y vulnerabilidad existencial a mujeres, niños-niñas, jóvenes, ancianos-ancianas, así como de otras etnias, culturas y pueblos afectados por la dominación global capitalista. En tal condición de menoscabo, la territorialidad se distingue de las propuestas cuyo eje constituye el territorio porque privilegia la impugnación de aquellos ordenamientos territoriales clasistas, coloniales y oligárquicos (Wilson & Bayón 2017), manifiestamente excluyentes y denigrantes, que acentúan situaciones de marginalidad, pobreza y pobreza extrema. Debe quedar en claro, en consecuencia, que no se puede construir territorialidad sin tener muy presente la práctica política desde enfoques interculturales.

En lo relativo a Ecuador, al ser la territorialidad una construcción compartida por los pueblos y nacionalidades que integran el movimiento indígena de la CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador), presenta estrechos vínculos con el tema la interculturalidad, que privilegia procesos de descolonización desde una pluralidad de variables. Solamente dentro de una lógica intercultural, la territorialidad articula la praxis material con la praxis simbólica y ofrece la oportunidad de actualizar los legados ancestrales y proyectarlos al devenir La descolonización política requiere de la descolonización epistémica, y viceversa, y una propuesta de territorialidad sin la descolonización del territorio estaría fuera de lugar. Consecuentemente, la territorialidad debe implicar esa diversidad de pueblos que responden a lógicas comunitarias, pero sin excluir aquellos que, por una u otra razón han debido reproducir las lógicas del individualismo capitalista. La interculturalidad, en tanto diversidades culturales compartiendo poder y conviviendo respetuosamente con la naturaleza, se torna una necesidad ineludible en la construcción de territorialidades; constituye, además, una poderosa recuperación del rizoma, como tejidos y fugas alternativos a la degradación y crisis capitalista. La territorialidad se puede comprender como proceso dignificante de territorialización, desterritorialización y reterritorialización.

Fidel Tubino (2004), quien define la interculturalidad como práctica y no como teoría, propone su aplicación en un nuevo pacto civilizatorio que privilegie la acción a partir de la ética. A diferencia de Tubino consideramos nosotros que la propuesta intercultural, a más de ser práctica, es teórica; pensamos incluso que, en nuestro país, el componente teórico es posiblemente la carencia más evidente en el accionar de los movimientos políticos con claros manifiestos y proyectos de transformación societal. No obstante, nuestra propuesta no consiste en desplegar un academicismo teórico desvinculado de los procesos de lucha. Por el contrario, planteamos un quehacer teórico que no solo esté en estricta articulación a dichos procesos, sino que, además, surja como producto de los mismos. La práctica teórica, esto es la teoría como parte constitutiva de la práctica, resulta fundamental para el devenir cada vez más complejo de la práctica política.

Un componente adicional, que es prioritario en una propuesta intercultural y que, sin embargo, tiende a pasarse por alto, radica en la diversidad de seres y actores que integran la territorialidad, más allá de su componente humano. Las contribuciones de Fornet-Betancourt (2009) sobre interculturalidad resultan en tal caso pertinentes. Según él lo explica, lo sociocultural no puede desconectarse de lo natural: vivir en sintonía con la naturaleza es parte de una propuesta intercultural que desdice de toda visión antropocéntrica de coexistencia y convivencia con la otredad, Fornet-Betancourt propone una subjetivación amplia que se construye en relación con la diversidad vital, y no solamente social. Prada refuerza esta afirmación al concebir que los seres vivos son también sujetos y, por tanto, el mismo hecho de vivir, y no únicamente el hecho de conocer, supone ya subjetivación. En definitiva, la interculturalidad, como convivencia respetuosa y afirmativa entre diferentes pueblos, en organización por comunidades o, en todo caso, por vivencias de individualidad impuesta, requiere concebir y hacer su realidad desde otras conciencias de ser y estar; esto desde proyectos de territorialidad o territorialidades alternativas.

Conclusiones

A lo largo del presente texto se ha reconocido la importancia de contribuciones teóricas que aborden la complejidad del tema territorial y permitan fortalecer procesos de lucha basados en principios de equidad, justicia, respeto a las diferencias étnico-culturales y convivencia armónica entre sociedad y naturaleza. Hemos hecho un recorrido por diversos autores y perspectivas que nos han permitido, en primera instancia, establecer una clara diferencia entre los conceptos de territorio y territorialidad. Sin ser necesariamente antagónicos, pues ambos se entienden sobre la materialidad de un espacio/espacialidad que responde a interacciones sociales, el primero se explica en función de relaciones de poder que han supuesto la imposición de dinámicas de expropiación el sometimiento de unas poblaciones por otras.

En este sentido el territorio es prioritariamente materialidad que implica la reproducción de estructuras clasistas. Cobra sentido y actualidad el concepto de habitus, con el que Bourdieu construye un puente teórico para la comprensión más integral de la dominación como complejidad social. De ahí que la realidad se entienda como territorio estructurado y estructurante en diversas escalas. Este aspecto suele descuidarse en la reflexión política, impidiendo la identificación de cuestiones medulares respecto de la hegemonía capitalista a nivel global. A partir del habitus, el territorio se torna realidad compleja y sistémica; un escenario que implica procesos interdependientes y contradictorios, y que ha caracterizado dinámicamente los ejercicios de poder colonial del capitalismo en América Latina.

Para abordar el tema de la territorialidad debimos partir del hecho de que la dominación colonial capitalista no es inquebrantable, pese a sus características como procesos estructurales complejos. Para ello fue indispensable entender la dinámica territorial también desde la perspectiva de la praxis en sentido de emancipación y transformación social, lo que nos llevó a reconocer la importancia de las contribuciones epistémicas postestructurales y, en particular, del concepto el concepto de rizoma de Deleuze y Guatarri. A partir de la noción de rizoma comprendemos la complejidad territorial en tanto instancias donde lo estructurado/estructurante también se desestructura en fugas y mutaciones. La pluralidad, la multiplicidad de lo real, entendida como rizoma, se construye y se reconstruye en un movimiento constante e inagotable de desterritorialización y reterritorialización. De ahí que la dominación también pueda ser rizomática, pero no desde condiciones de perennidad, sino también de incesante desestructuración.

Es entonces cuando adquiere relevancia la noción de territorialidad en tanto propuesta de transformación societal, donde no cabe la dominación clasista y colonial. Ella supone desterritorialización y reterritorialización, pero siempre desde lo alternativo; esto es promoviendo multiplicidades en tanto relacionamientos que devienen en procesos de equidad y emancipación, tejidos y fugas dignificantes. La territorialidad se alinea en los ámbitos de resistencia, con base en procesos territoriales gestados desde comunidades. De ahí que la propuesta de territorialidad intercultural adquiera especial importancia al estar articulada a movimientos sociales y a filosofías que integran elementos de la experiencia popular. Asimismo, en la territorialidad pierden sentido las posturas antropocéntricas y cobra relevancia la organización territorial como secuencias y disputas desde la naturaleza: el eje prioritario de orden y contraorden es estrictamente la vida. En definitiva, la territorialidad es la alternativa renovadora de lo social como devenir constante de emancipación, es decir, con territorios en estricta vocación intercultural de respeto al diferente; donde se recrean incesantemente las luchas por la descolonización, en sintonía no solamente con visiones y perspectivas sociales, sino con claras conexiones con la naturaleza; es decir en una continua metamorfosis de lo sociocultural en sociovital.

Para terminar, en términos metodológicos trazamos un mapa entre territorio y territorialidad, entre realidad que se vive por realidad que se desea vivir. Propusimos un recorrido entre aportes epistémicos como el habitus, el rizoma y la interculturalidad. En este ejercicio fue posible evidenciar aspectos de confluencias, pero también refutaciones. El trabajo fue una cartografía teórica desde aspectos estructurales, procesos posestructurales y afirmaciones de reencuentro político intercultural.

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Notas

[1] En la Constitución de 2008 se cuenta con un capítulo centrado en la Organización Territorial que establece un ordenamiento por regiones, provincias, cantones y parroquias rurales, y contempla que, por razones ambientales, étnico-culturales y poblacionales, se podrán constituir regímenes especiales. El espíritu de funcionamiento institucional se inspira en el fortalecimiento de procesos de descentralización administrativa; los que se denominan gobiernos locales en Ecuador, bajo los parámetros constitucionales, se instituyen Gobiernos Autónomos Descentralizados. De este marco constitucional se generaron, posteriormente, los marcos legales específicos: el Código Orgánico de Organización Territorial, la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial Uso y Gestión del Suelo y Ley Orgánica de Tierras y Territorios Ancestrales, principalmente.
[2] Un colectivo que ha trabajado temas sobre geografías alternativas para la lucha contrahegemónica respecto del racismo, el colonialismo y el patriarcado feminicida.
[3] Publicación que el movimiento indígena planteara mientras existía el CODENPE.

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