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La cultura popular como manifestación de conservadurismo cotidiano. Observaciones dispersas sobre el retroceso de las normativas éticas y estéticas en la actualidad latinoamericana

Popular culture as a manifestation of everyday conservatism. Disperse observations about the regression of the ethical and esthetical normatives in contemporary Latin-America

H. C. F. Mansilla [1]
Universidad Libre de Berlín, Alemania

La cultura popular como manifestación de conservadurismo cotidiano. Observaciones dispersas sobre el retroceso de las normativas éticas y estéticas en la actualidad latinoamericana

Universitas, Revista de Ciencias Sociales y Humanas, núm. 24, 2016

Universidad Politécnica Salesiana

Recepción: 06 Noviembre 2015

Aprobación: 22 Noviembre 2015

Resumen: El artículo reflexiona sobre los principios de rendimiento y eficacia económicos como factores relevantes que erosionan valores éticos, morales y estéticos de la sociedad de mercado pero que, al mismo tiempo, miran con nostalgia la pérdida de valores humanistas. Al trasladarse al terreno de la práctica gubernamental, estas tensiones encuentran llamativas expresiones en las conductas políticas de los gobiernos llamados populistas de América Latina, que proponen un discurso revolucionario y progresista pero cuyos límites se encuentran en sus mismas posturas acríticas con relación a las dinámicas eficientistas, al progreso industrial y a la promoción del consumo masivo. Tales posiciones cuestionan las desigualdades sociales, rechazan las políticas del imperialismo occidental, promoviendo perspectivas de organización social asociadas al ideal del buen vivir y, simultáneamente, muestran apego hacia tradiciones caudillistas, autoritarias y paternalistas, exaltando una cultura popular que reproduce valores de tinte conservador y nuevos modelos civilizatorios.

Palabras clave: Cultura popular, populismo, valores, ética, estética, política.

Abstract: The article reflects on the principles of economic efficacy and performance as relevant factors that erode ethical, moral and esthetical values of market society that, however, looks with nostalgia the loss of humanistic values. When located in the area of governmental practice, these tensions find striking expressions in the political conducts of the called populist governments of Latin America, which propose a revolutionary and progressive discourse whose limits, are found in their very noncritical postures towards efficienciest dynamics, industrial progress and the promotion of massive consumption. Such positions question the social inequalities, reject western imperialistic policies, promoting social organization perspectives associated with the “good living” (buen vivir), and simultaneously, show adherence to authoritarian and paternalistic traditions, praising a popular culture that reproduces values of conservative nature and new civilizing models.

Keywords: Popular culture, populism, values, ethics, esthetics, politics.

Forma sugerida de citar:

Mansilla, H. C. F. (2016). La cultura popular como manifestación de conservadurismo cotidiano. Observaciones dispersas sobre el retroceso de las normativas éticas y estéticas en la actualidad latinoamericana. Universitas, XIV(24), pp. 17-40.

El rol crítico de la nostalgia

El mundo actual, signado por un cierto relativismo de valores en la esfera moral y por el predominio casi irrestricto del principio de rendimiento y eficacia en el campo de la economía, tiende a dar la espalda a lo que antes se conocía como normativas éticas y estéticas, basadas en sistemas coherentes de creencias religiosas o en doctrinas filosóficas de reconocida solvencia[ 2 ]. Esta afirmación exhibe hoy un aire de anacronismo, inexactitud conceptual y hasta exageración retórica; hay en ella, sin duda, una clara nostalgia por los valores humanistas del pasado. Decir esto, empero, es ya una abdicación del espíritu crítico, una concesión a las modas doctrinarias del momento, pues sería admitir que la dimensión del humanismo pertenece inexorablemente al ámbito de la caducidad. Las teorías fundamentales asociadas al humanismo y sus orientaciones normativas no representan una dimensión pretérita de nuestra existencia ni tampoco un capítulo superado de la historia de las ideas, sino los logros, siempre incompletos, del intento humano de comprenderse mejor.

La nostalgia es la consciencia de la pérdida de cualidades y valores reputados ahora como anticuados (la confiabilidad, la perseverancia, la autonomía de juicio, el buen gusto formado a lo largo de generaciones, el respeto a la pluralidad de opiniones, el aprecio por el Estado de Derecho), que han demostrado ser útiles e importantes para una vida bien lograda[ 3 ]. Su dilución conlleva el empobrecimiento de la existencia individual y social en el presente, existencia comparada con lo que podría alcanzarse por medio de esfuerzos razonables. La pérdida de esas cualidades y aquellos valores es celebrada ahora como la eliminación de algo anacrónico, pero precisamente en esta mentalidad que canta sólo las novedades de la moda se puede percibir: (a) el enaltecimiento acrítico y exagerado de la cultura popular, (b) el aplanamiento de las opciones estéticas, (c) la obsolescencia de casi toda reflexión moral y (d) la probabilidad de convertir al ciudadano y al espectador de arte en un mero consumidor. El resultado es la “industria de la cultura”, concepción vislumbrada tempranamente por la Escuela de Frankfurt (Horkheimer y Adorno, 1947, pp. 144, 149)[ 4 ], cuyos fundamentos guían este ensayo.

Pese a su relativismo axiológico y a su pretendido pluralismo de enfoques, las concepciones postmodernistas de nuestro tiempo prescriben un aparato doctrinario instrumentalista y lúdico-resignativo que, en el fondo, sólo reconoce la consecución de intereses sociales y la satisfacción de necesidades materiales. El ejercicio de la libertad ética es, en cambio, el intento de romper las cadenas de la causalidad y de los lazos primarios que nos atan a los imperativos de la naturaleza y de la autoconservación de la especie, por un lado, y al ordenamiento prerracional de la tribu, por otro. La libertad preconizada por los humanistas puede ser vista como el triunfo de la condición humana sobre la dimensión de la pura necesidad de la supervivencia, por más precario que resulte ese triunfo. La ética humanista exige algo superior: que el prójimo no sea degradado a la categoría de medio para la consecución de nuestras metas. Y por ello esta concepción de una moralidad humanista no puede renunciar a una esfera más allá de los cálculos instrumentales o de los juegos erótico-estéticos.

En vista de los problemas de la época actual –que tienen sus raíces en una larga historia–, es conveniente intentar un reivindicación cautelosa de la nostalgia por el pasado y especialmente por los valores humanistas, pues ella, por comparación y contraste, nos puede dar ciertas luces para juzgar mejor nuestra realidad contemporánea. La añoranza crítica se asemeja a un examen minucioso, pero al mismo tiempo afectuoso de la historia, examen que ha preservado, con la debida distancia intelectual, el recuerdo de periodos razonables o de aspectos rescatables para generaciones futuras. Como afirmó Theodor W. Adorno, nuestro pensamiento no se halla totalmente entrampado en los contextos sociales y comunicacionales del presente, y por ello podemos superar la actual “regresión social” mediante esfuerzos racionales (1965, p. 114). Para ello puede resultar útil la nostalgia que producen las pérdidas en humanidad que están asociadas a todos los procesos de modernización. La añoranza crítica es como “la resistencia consciente contra los lugares comunes” y “la obligación de no ceder ante la ingenuidad” (Adorno, 1973, t.1, p. 132; 1964, p. 21) y fomenta, por consiguiente, un impulso crítico-filosófico que puede ser provechoso al configurar un estímulo contrario a la resignación generalizada y a las certezas convencionales de nuestra época. De manera habitual las certidumbres más sólidas y rutinarias son aquellas contenidas en la cultura popular, que, debido al entrañable cariño que las rodea, rara vez son cuestionadas seriamente.

Este enfoque, aplicado a América Latina, no intenta una reconstrucción de la memoria cultural[ 5 ] de épocas pretéritas, como lo ha postulado Jan Assmann, sino, de modo mucho más modesto, trata de confrontar pautas contemporáneas y recurrentes de comportamiento colectivo con valores humanistas para avizorar, de forma somera, las pérdidas que también conllevan los experimentos políticos “progresistas” a comienzos del siglo XXI (sobre todo en Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela), el progreso material en su versión latinoamericana y la enorme expansión de la llamada cultura de masas[ 6 ].

En la cultura popular y en la temática ecológica se cruzan hoy en día las normativas éticas y estéticas con las líneas maestras de la evolución social. En América Latina se percibe este desarrollo con particular crudeza. Por ello parece adecuado estudiar la situación actual a partir de las modificaciones que han sufrido las nociones morales y las concepciones de la estética pública en el ámbito latinoamericano, sobre todo a partir del proceso de modernización acelerada que experimentan estas tierras desde la Segunda Guerra mundial y particularmente en los últimos treinta años. Para comprender esta constelación, cada día más compleja, se puede acudir, por supuesto, a las grandes teorías convencionales, como los diversos análisis de las instituciones políticas y de la esfera económica.

Aquí se intentará un breve estudio de la problemática mediante un enfoque que privilegia un acceso lateral a la cultura del presente. La preocupación por lo fragmentario y excéntrico, por los indicios y los márgenes, por aquello que parece un detalle de significación reducida, puede ayudarnos a impulsar el pensamiento crítico con intención práctica, como afirmó Jürgen Habermas (1998, pp. 10-11). Este esfuerzo teórico no suplanta, por supuesto, otros caminos para entender el modelo civilizatorio contemporáneo en América Latina y el derrumbe de los valores normativos humanistas, pero puede contribuir a esclarecer el contexto en dimensiones que habitualmente son pasadas por alto. Este impulso está basado en una visión crítica de la evolución social-cultural, acompañada por una nostalgia –es decir: por una visión que no acepta sin más la facticidad de lo real–, que nos obliga a confrontar los fenómenos analizados con sus propios postulados y con lo alcanzado en etapas anteriores. Me apoyo en observaciones dispersas referidas a las pautas recurrentes de comportamiento en América Latina, que con alguna generosidad pueden ser calificadas como pertenecientes a los campos de la ética y la estética. Por ejemplo: casi todos los estratos sociales y las comunidades de distintos orígenes sociales y étnicos se dedican con similar ahínco a destruir el manto vegetal y a ampliar la frontera agrícola, y a todos ellos les es igualmente indiferente la belleza de los ecosistemas naturales. Los grupos juveniles se adhieren a una cultura del ocio muy semejante en todos los países del área, cuyos rasgos generales no dejan entrever una racionalidad de largo plazo.

Este texto exploratorio intenta provocar el interés acerca de temáticas y perspectivas no muy usuales, oponiéndose a la corrección política del momento, sobre todo en la apreciación de la llamada cultura popular y de los regímenes populistas a comienzos del siglo XXI. La Escuela de Frankfurt y Walter Benjamin han practicado este procedimiento, que no está exento de algunas desventajas, como los resultados efectivos del mismo a veces muy magros, la creación de innecesarios laberintos y nebulosas conceptuales y el peligro del esoterismo, aspectos que se manifiestan en la obra de Benjamín y en los productos de sus muchos seguidores en el Nuevo Mundo[ 7 ].

El punto de partida: la perdurabilidad de la tradición y su apología revolucionaria

En América Latina la conjunción del mencionado relativismo de valores en el terreno de las interacciones sociales con la prevalencia del principio de eficacia en la esfera económica, no es algo enteramente nuevo. La dependencia cultural del Nuevo Mundo con respecto al modelo civilizatorio de Europa y Estados Unidos constituye algo estudiado por la ensayística latinoamericana desde el siglo XIX. Los partidos políticos de corte nacionalista y populista, los intelectuales progresistas y una buena parte de la opinión pública aplauden y aceptan las metas normativas del desarrollo histórico occidental (modernización en general, urbanización a gran escala, educación humanista, introducción del principio de eficacia, alto nivel de consumo masivo y en lo posible: industrialización) y, al mismo tiempo, elogian las tradiciones socio-políticas de vieja data (caudillismo, autoritarismo, paternalismo) en cuanto herencias culturales propias y autónomas, y como si estas fueran razonables y paradigmáticas por tener tintes autoctonistas y/o revolucionarios. Un claro ejemplo de ello son las teorías actuales de la descolonización y del indianismo en el área andina, que, por un lado, ponen en duda la herencia occidental, pero, por otro, no proponen objetivos realmente distintos de la evolución histórica a largo plazo y no poseen una visión crítica de su propio pasado y de las prácticas políticas convencionales y rutinarias utilizadas por los llamados movimientos sociales.

Se puede constatar hoy en América Latina una paradoja que se ha expandido en el Tercer Mundo: el retorno a las tradiciones de la propia cultura y el rechazo del liberalismo occidental ocurren en medio de la adopción entusiasta de la modernidad europea y norteamericana en sus aspectos económico-técnicos. Y en el plano teórico ese rechazo es justificado mediante fragmentos del pensamiento comunitarista y enfoques de origen postmodernista-relativista, todos ellos aderezados mediante vestigios de la ortodoxia marxista-leninista. Ambos fenómenos –la celebración del desarrollo económico y la defensa del legado cultural propio– florecen con inusitado vigor en los experimentos populistas de Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela. El ensalzamiento apasionado del crecimiento económico, de la expansión de la frontera agrícola y de la modernización general de la sociedad respectiva tiene lugar paralelamente a una reinvención de la tradición. En el ámbito andino esta última se manifiesta como el redescubrimiento parcializado y hasta manipulado de los valores ancestrales indígenas[ 8 ]. En este contexto se puede percibir un designio omnipresente de modernización técnico-económica (según standards occidentales), que sucede simultáneamente con la importación masiva de las doctrinas postmodernistas y con el culto –estrictamente verbal– de la Madre Tierra. Este contexto confuso, pero en última instancia favorable al desarrollo económico convencional, tiene consecuencias prácticas para el medio ambiente que no es necesario mencionar expresamente.

En todo caso hay que examinar las influencias político-culturales que vienen de atrás, pues estos factores históricos tienen una gran resistencia al cambio. En su estudio de las revoluciones en el ámbito occidental, Hannah Arendt llegó a la conclusión de que los regímenes revolucionarios están altamente condicionados por las estructuras mentales y civilizatorias de los sistemas sociales anteriores: las revoluciones reproducen habitualmente los rasgos más lamentables del orden social que dicen combatir y superar (Arendt, 1974, p. 203)[ 9 ]. En este sentido los rasgos que caracterizan la constelación actual en los experimentos populistas se insertan claramente en lo descrito por Hannah Arendt: la continuidad del autoritarismo en cuanto cultura política, la perdurabilidad del paternalismo como característica de las nuevas élites y el infantilismo como atributo de las masas. Estas tendencias se manifiestan nítidamente en los regímenes populistas que pretenden ser una alternativa muy diferente al dominio de las oligarquías tradicionales. No se trata, evidentemente, de un eterno retorno de lo mismo, pero sí de la aceptación tácita de las pautas normativas centrales del legado socio-cultural que proviene de muy atrás, con sus contradicciones y bajezas. Todo esto sucede sin una consciencia crítica de los riesgos ecológicos que este desarrollo conlleva y sin una reflexión en torno a la preservación y consolidación de rutinas éticas y estéticas.

En lo referente a la declinación de los valores normativos humanistas hay que mencionar someramente el principio que guía este texto. Es la pregunta por lo que se halla detrás de los fenómenos socio-políticos visibles en la cultura popular y detrás de las teorías altisonantes que defienden los regímenes latinoamericanos considerados como progresistas. El designio de cuestionar la realidad de toda época ha representado uno de los elementos centrales del racionalismo y, por lo tanto, su mérito perdurable: hay que criticar el “sano” sentido común de las mayorías y las convenciones de la vida cotidiana, empezando por las herencias civilizatorias de más prestigio en la respectiva sociedad. Estas últimas fundamentan la cultura popular, y por este motivo constituyen hoy en día los objetivos del elogio de las corrientes comunitaristas y relativistas. Precisamente a causa de ello es imprescindible una operación incómoda de carácter contrafáctico y contra-intuitivo Herbert Schnädelbach, 2007, p. 15): poner en duda las evidencias inmediatas de la vida social y las “verdades” asumidas por cada nación, especialmente las más apreciadas por las masas. Las normativas éticas y estéticas de la cultura popular encubren probablemente (a) la férrea voluntad de poder de las élites políticas y de las contra-élites revolucionarias, (b) la moral consuetudinaria que proviene de siglos pasados y (c) el designio de imitar el desarrollo occidental bajo el manto exculpativo de la autenticidad, la novedad y la otredad revolucionarias. No es, manifiestamente, una temática que invite a la autocrítica de aquellos teóricos a la moda que enaltecen estas corrientes.

El propósito que inspiró a la primera metafísica, ese “escándalo de la filosofía”, como aseveró Theodor W. Adorno (2006, p. 9), fue echar un vistazo crítico a lo que hay detrás del mundo de las apariencias, por más sólidas y respetables que estas parezcan ser. Este pensador trató de combinar el rescate del impulso primigenio de la metafísica (Adorno, 1966, p. 398) con procedimientos fragmentario-lateralistas para analizar la cultura del presente. El núcleo de la obra de Adorno puede ser visto como un impulso ético para preservar lo residual, lo que no puede ser integrado en una constelación preestablecida. La nostalgia representa un fenómeno evidente de este tipo. Adorno no habría producido un análisis sociológico del capitalismo, dice Axel Honneth, sino una interpretación de la forma de vida fracasada de la época contemporánea. No habría sido un estudio socio-económico del orden actual, sino la exégesis profunda de la patología social de la razón humana, que nos obliga a una utilización sólo instrumental de nuestras capacidades racionales (Honneth, 2005, pp. 165-187, especialmente pp. 166, 177). Superando el uso instrumental del intelecto, tenemos que volcar nuestras modestas posibilidades críticas sobre fenómenos reputados ahora como positivos y promisorios –la cultura de masas, los experimentos populistas, los enfoques relativistas y postmodernistas–, para esclarecer una constelación signada por la complejidad y también por la confusión. Esta es mi intención en el campo de una temática relativamente delimitada. El presente latinoamericano no es una “vida fracasada” en el sentido de Adorno, pero la conformación de la cultura de masas y la situación de los regímenes populistas constituyen un estado deficitario en comparación con lo que se podría alcanzar mediante esfuerzos más o menos razonables. El actual modelo civilizatorio en América Latina y particularmente bajo los regímenes populistas fomenta el tradicional colectivismo autoritario, que ahora es disimulado por un dilatado manto de tecnología moderna, por un tinte de juventud y espontaneidad y por una aceptación masiva y candorosa de las directivas gubernamentales[ 10 ]. Esta cultura popular puede, por lo tanto, causar el naufragio de los valores normativos humanistas.

La cultura actual y la declinación de los valores humanistas

La actual situación latinoamericana puede ser descrita como deprimente pues favorece (a) una ética de la materialidad y la inmediatez y (b) una estética pública que no sólo es otra, con respecto a tiempos anteriores –lo que sería un cierto consuelo–, sino una relativamente exenta del designio de crear belleza perenne o, dicho menos enfáticamente, libre del intento de producir bienes que se sobrepongan a las modas y a los caprichos del momento. En lo referente a la ética se puede argüir que las normativas dictadas por intereses materiales, que actúan en un entorno de proximidad previsible, han representado a lo largo de la evolución del mundo entero las pautas de comportamiento más habituales y apreciadas de toda la humanidad. No constituyen, por lo tanto, algo exclusivo del contexto actual de América Latina. Pero hay que insistir que estas normativas han estado contrarrestadas, por lo menos parcialmente y en la dimensión retórica, por valores morales como el altruismo, el sentido de responsabilidad por el bien común, las tradiciones religiosas y las perspectivas de largo aliento. En cambio la ética que se está expandiendo en el Nuevo Mundo ostenta ahora el aura de lo juvenil y revolucionario, de lo ligero y placentero, es decir, de lo adecuado a una época del desenfado y el placer, que ya no reconoce ni en el plano teórico-prescriptivo limitaciones anacrónicas y regulaciones engorrosas[ 11 ].

Los apóstoles postmodernistas han calificado a nuestro tiempo como progresista y tolerante en comparación con toda la historia universal. La ética prevaleciente, si se puede llamar así, está libre de preocupaciones por los derechos de terceros y por el bien común; es una moral, además, vacía de reflexiones y anhelos de largo plazo. Los apologistas de la nueva cultura-mundo[ 12 ], que celebran en primer lugar la revolución científica y tecnológica y sus consecuencias en el terreno de la comunicación masiva, señalan de manera elogiosa que esta nueva forma de cultura ya no es elitista, sino una creación de las masas. Su razón de ser es “ofrecer novedades accesibles para el público más amplio posible y que distraigan a la mayor cantidad posible de consumidores. Su intención es divertir y dar placer, posibilitar una evasión fácil y accesible para todos” (Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, 2010, p. 79). Los contenidos morales y estéticos se han evaporado; lo único importante de la cultura-mundo resulta ser su carácter global-popular, fácil de comprender, y la elaboración de estrategias para que los consumidores no tengan que pensar en temas desagradables o complicados. Aquí no hay mucho que agregar.

Exagerando un poco para mostrar lo relevante –como lo hizo Adorno–, se puede aseverar que la cultura popular latinoamericana del momento es el ámbito de la estridencia y la desmesura, marcado, entre otras cosas, por la decadencia de la solidaridad efectiva (no la retórica) y por el incremento del egoísmo, aunque la apariencia exterior de sus manifestaciones sea “antiburguesa”, es decir: fraternal, generosa y espontánea. En las preferencias de la juventud esta cultura popular desplaza sin problemas a la llamada alta cultura. Hoy en día la cultura popular no contiene elementos revolucionarios o emancipadores, sino una apariencia comercial que afecta a casi todas sus manifestaciones, lo que se puede constatar, paradójicamente, en las creaciones del indianismo en el área andina y del populismo en toda América Latina a partir del cambio de siglo.

Por todo ello esta cultura adopta necesariamente una inclinación conservadora en términos políticos, pese al carácter destemplado de sus lenguajes y a sus pretensiones de radicalidad y otredad[ 13 ]. Este estado de cosas no es inusual. Los modelos civilizatorios que no tienen una autoconsciencia crítica de su pasado o de sus normativas dirigidas al futuro tienden a celebrar los modestos logros propios como algo único y digno de ser preservado y utilizado en toda oportunidad al alcance de la mano. Sus intelectuales se consagran dócilmente a resaltar el carácter revolucionario y progresista de estos legados históricos[ 14 ]. A ellos no les preocupa el proceso de comercialización de la cultura popular o la mencionada estridencia y desmesura de sus manifestaciones juveniles, pues ella, en el fondo, sería el testimonio de algo que viene de muy atrás, de algo sagrado en sentido de altamente apreciado y reverenciado por las masas sufridas de la población.

Lo criticable de la cultura popular

Como resumen se puede afirmar que muchos productos de la cultura popular con pretensión artística duplican una realidad que parcialmente puede ser calificada de mediocre y deficiente. Notables teóricos afirman, por el contrario, que los testimonios más extendidos y exitosos de esa cultura, como la música de las cumbias villeras en Argentina, serían la expresión genuina y clara de las aspiraciones juveniles de las masas urbanas (Semán, 2012, p. 150). La baja calidad estética de esta música –si la corrección política del momento permite esta valoración atroz– y los resabios machistas, autoritarios e irracionales de sus textos son vistos ahora como una configuración paradigmática, lúdico-humorística y finalmente bien lograda de expresión popular y emancipación social; la crítica a esta posición es descalificada como “decadentista y moralista” (p. 154).

Estos enfoques conceptuales, inspirados por los estudios culturales y postcoloniales de la academia norteamericana, se presentan como meras descripciones neutrales de hechos que “suspenden” los juicios valorativos o políticos (Semán, 2012, p. 158) o como estimaciones de carácter modesto, deseosas de comprender al otro, pero se transforman rápidamente en enunciados que proclaman una verdad, la propia, de manera categórica y arrogante. Son probablemente ideologías en el sentido clásico del término. Pese a todo su aire desenfadado, juvenil y moderno, se consagran a racionalizar y elogiar el objeto estudiado. Los antropólogos fueron los primeros en iniciar esta corriente: guiados por la “mejor buena fe del mundo” y por una “voluntad de respeto y comprensión” (Vargas Llosa, 2012, p. 66), los antropólogos empezaron a analizar sus objetos de estudio, luego pasaron a comprenderlos y finalmente terminaron justificándolos y enalteciéndolos. En este transcurso, que comienza con la investigación y finaliza con el enamoramiento (a menudo en sentido literal), se echa por la borda la distancia crítica con respecto al asunto tratado, la cual es indispensable para lograr un conocimiento que sea relevante en tiempos futuros y en contextos diferentes.

Las doctrinas de una necesaria y recomendable amalgama entre cultura superior y popular propugnan una fusión de ambas donde lo único notable es la preponderancia de los motivos y las prácticas comerciales. La pregonada comunión entre ambas esferas es algo manipulado desde arriba, donde el arte y la literatura propenden a transformarse en meras mercancías intercambiables y donde en vano se buscaría una fructífera comunicación entre lo cotidiano y lo culto. También en América Latina se ha expandido la concepción de que cualquier objeto puede ser arte y que todo, por ende, puede ser estetizado. Esta idea es muy popular en círculos progresistas, izquierdistas e indianistas y representa, por otra parte, la base de la industria de la publicidad. Esta última transforma cualquier cosa que debe ser vendida en un objeto de apariencia atractiva según los cánones del relativismo imperante; los especialistas de publicidad sostienen con razón que pueden vender cualquier cosa, como los artistas contemporáneos afirman que pueden convertir cualquier cosa en arte.

Por todo ello se puede aducir lo siguiente contra las presuntas bondades de la cultura popular. Sus productos actuales –otra cosa han sido, obviamente, los testimonios artísticos e intelectuales de su larga historia– no provienen generalmente de auténticas prácticas culturales del pueblo, no son creaciones “espontáneas” de las clases subalternas, sino constituyen en proporción importante objetos y valores generados por grandes conglomerados manufactureros de acuerdo a un plan (lo menos espontáneo que hay) de largo aliento para el consumo de millones de personas. En el fondo la mayoría de estos productos no tiene nada de democrático en el sentido de sus defensores: son de un estilizado barbarismo.

En base al ejemplo de Colombia, Omar Rincón afirmó que la cultura popular engloba a menudo la “ética del triunfo rápido” (2009, p. 148) y el impulso imparable a la ostentación. Todo vale, por ejemplo, para salir de pobre. Cuando se llega a ser rico, es para lucirlo y exhibirlo. Ello tiene que ver con nuevos grupos sociales que influyen sobre las tendencias del gusto público, especialmente del juvenil. Se mueven sobre todo en el ámbito del espectáculo, lo que hoy está imbricado de modo íntimo con la política y el delito. Estos círculos poseen la fuerza o la habilidad de imponer los nuevos valores de orientación masiva, como el dinero fácil y los bienes de consumo que denotan un gusto retumbante y ordinario. Sus actividades se realizan casi siempre con el acompañamiento de música ruidosa, jactancia hueca y rechazo de otras normativas culturales, todo ello acompañado por ideologías que proclaman el carácter revolucionario, innovador y abierto de esos emprendimientos. Lo más preocupante no es la utilización masiva de la música popular, sino el desprecio abierto por otras opciones culturales y hasta políticas, lo que significa que las rutinas y las convenciones autoritarias y dogmáticas de vieja data se han entremezclado exitosamente con las pautas de comportamiento de los jóvenes contemporáneos. La cultura del autoritarismo muestra así su perdurabilidad y arraigo en los estratos populares, como lo es también en otras capas sociales.

“Para qué tener si no se puede exhibir?” (Rincón, 2009, p. 155). Esta tendencia del gusto abarca ahora a casi todas las capas sociales, que aman lo ruidoso, lo efímero y la obstinación por la abundancia exhibida de modo hiperbólico. A esto hay que añadir la fuerte inclinación al alcohol y la aceptación tácita del tráfico y consumo de drogas, lo que es un camino que contribuye a formar una cierta cohesión social. Se trata, probablemente, de una estética popular que brinda y asegura un cierto status social, basado en el dinero, que así se convierte en el único criterio de localización y jerarquía sociales.

A comienzos del siglo XXI vuelve a oírse el clamor de la tribu: en medio del progreso tecnológico y en los regímenes populistas que pretenden encarnar un grado superior de democracia, se expanden concepciones arcaicas revestidas de un tenor juvenil, lúdico, hedonista y obviamente simpático. Se celebran nuevamente el mimetismo gregario, el retorno a la comunidad ancestral y el renacimiento de los lazos primarios, pero ahora dentro de un contexto a la moda del día que ensalza la “estetización del cuerpo social”, la “ética del instante” (Maffesoli, 1990, passim; Bracho, 2005, pp. 15-36, especialmente p. 30) y la prevalencia de sentimientos y emociones sin las anticuadas restricciones racionalistas. La elogiada vida orgiástica, pese a su apariencia de espontaneidad y libertad, conduce premeditada e inexorablemente a la dilución de lo individual en lo grupal (Hurtado, 2005, pp. 37-46, especialmente p. 42). La responsabilidad moral e individual se disuelve en lo colectivo, así como el sopesamiento de alternativas y opciones según criterios racionales es desplazado por el entusiasmo de sumergirse en la experiencia del conjunto social. Esta tendencia (“la efervescencia dionisíaca”), que se aviene tan adecuadamente a nuestra época del placer generalizado, conlleva la subestimación del sujeto racional y el enaltecimiento correspondiente de los entes colectivos: lo individual pierde en dignidad ontológica frente a lo social. La mentalidad colectiva nunca cuestionada, la cultura política tradicional, los prejuicios de la tribu y las modas del momento vuelven a transformarse en lo positivo y promisorio, con lo cual se da una regresión histórica hacia etapas históricamente ya superadas, y no la pretendida creación de un modelo social distinto y mejor en comparación con el orden disciplinario y castrante de la vilipendiada modernidad occidental. El enaltecimiento irracional del hedonismo puede terminar paradójicamente en un esoterismo místico y un sentir cósmico, es decir en actitudes políticamente conservadoras y resignadas con respecto al presente inmediato.

Hoy en día, cuando han muerto los valores de la distinción aristocrática, también empiezan a desaparecer todas las normativas éticas y estéticas vinculadas a las tradiciones humanistas. Aunque resulte odioso, hay que mencionar que esta constelación está muy difundida en los regímenes populistas del siglo XXI. Según Omar Rincón, la filosofía popular que corresponde a esta estética expresa el destino trágico de los protagonistas por ser hijos de la pobreza y la injusticia social, la corrupción política y el desprecio de los ricos antiguos. Aunque consideran el dinero como único referente normativo, comparten al mismo tiempo una proto-ideología “progresista” y patriótica, que percibe la culpa de los principales males nacionales en la política de los Estados Unidos (Rincón, 2009, p. 157), es decir: en una de las convenciones más arraigadas de toda la región, y no por ello la huella cultural más razonable. La narco-estética no es una manifestación de mal gusto, según este autor, sino simplemente otra estética, la de las comunidades desposeídas que se asoman a la modernidad, la de las “culturas populares del mundo”, donde lo “popular-capitalista premia el billete por encima de todas las cosas” (2009, p. 162)[ 15 ]. Aunque parezca sorprendente, en los regímenes populistas de Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela, la situación es, en el fondo, muy similar, y la retórica anticapitalista apenas encubre una realidad signada por el anhelo vehemente de poseer y consumir más cada día.

Hay que diferenciar entre cultura popular de cada día y la alta cultura para apreciar adecuadamente la función de las normativas éticas y estéticas en la actualidad latinoamericana. “Alta cultura” puede ser una denominación elitista, pero hay que considerar que toda creación genuina de arte y pensamiento está basada en un esfuerzo individual que no puede diluirse en el contexto civilizatorio colectivo de un tiempo y lugar. El no reconocer este hecho y plegarse por comodidad u oportunismo a la corrección política del momento, que ahora es fuertemente contraria al reconocimiento de toda élite, conforma, como dice George Steiner, la traición contemporánea de los intelectuales (2009, p. 195). El uso inflacionario e indiscriminado de “cultura” nos hace ver la llamada cultura cotidiana en una luz más positiva de lo que esta merece, y nos presenta sus productos ocasionales y fortuitos como si fuesen bienes similares o superiores a las grandes obras de la filosofía y el arte. Todo esto conduce al narcisismo de la pequeña diferencia. La posición racionalista-universalista percibe en la cultura cotidiana prácticas, estilos de consumo y ritos religiosos, cuya importancia no debe ser negada, pero tampoco sobreestimada. Los culturalistas ven en la cultura popular el aire y el agua en que se desarrollan los hombres, y por lo tanto creen que ella no puede ser sobrevaluada. Esta posición particularista se inició como un malestar contra un modelo civilizatorio dominante, y no hay duda de que representa algunos puntos de vista importantes y fructíferos.

No es superfluo recordar que el rechazo de la alta cultura ha sido practicado por varios regímenes totalitarios, y por medio de argumentos muy similares a los criticados en este ensayo. En la Alemania fascista a partir de 1933 la cultura humanista de la filosofía y las grandes obras de arte fue considerada como el “refugio” de los débiles e irremediablemente individualistas, y fue contrapuesta a la cultura popular de la sangre y la tierra, que privilegiaba los vínculos inmediatos con la comunidad primaria y el espíritu colectivista de aquellos que se sumergían en el colectivo social sin las pérfidas reservas del intelecto personalista[ 16 ].

En el plano estético la producción contemporánea de obras de arte en América Latina ya no representa, en términos generales, una promesse de bonheur, ni una racionalidad orientada a fines, ni un dique contra el totalitarismo, ni un “incremento del ser”, ni una fuente autónoma de solaz y conocimiento[ 17 ], sino la fabricación fácil y rápida de ocurrencias, bromas y meros esbozos, es decir la manufactura premeditada de lo efímero e insustancial. Utilizo términos dramáticos, sin duda alguna, pero estos nos ayudan a comprender la declinación del arte (y de la ética) en una época de una cierta prosperidad material y democratización política. El arte auténtico es el que expresa lo que la ideología encubre, aquel que transciende la falsa consciencia; su verdad se refleja en su protesta permanente contra la realidad. El consumo de bienes de la cultura popular no tiene por objetivos ni propagar otro paradigma de mejor sociedad, ni promover una moral diferente, sino forzar el consentimiento a las modas del día. El resultado a largo plazo puede ser descrito como la dilución de la consciencia crítica y la represión de la genuina individualidad.

Lo insustancial pero altamente llamativo se percibe asimismo en el estilo de muchas publicaciones en ciencias sociales. Como ha sido la tradición latinoamericana desde hace mucho tiempo, una parte importante de la producción contemporánea en esta área pretende articular y hacer conocer los derechos y las aspiraciones de los explotados y marginados por la historia “oficial”. Nadie niega la pertinencia e importancia de este designio, pero a menudo el resultado práctico es otro. En un lenguaje hermético y simultáneamente florido –una herencia viva del barroco– numerosos autores consiguen una mixtura de filosofía y literatura, una combinación de invocaciones bíblicas y agravios políticos y una vinculación de motivos oníricos y datos económicos. Esto no sería tan grave si, al mismo tiempo, existiera una argumentación inteligible, un mensaje relevante que deba ser transmitido, pero esto no es así porque ahora se afirma que todo ensayo de comprender un texto ya representa una deformación, una interpretación personal sin más peso que cualquier otra. Lo único importante es la molestia que el lector puede sufrir al leer estas obras, pues la perturbación resulta lo único productivo.

A Walter Benjamin se le atribuye el dicho: “El método es el rodeo”[ 18 ]. Él es uno de los iniciadores de ese estilo postmodernista ahora prevaleciente en el Nuevo Mundo, en el cual las frases no conducen lógicamente unas a otras. No hay en estas obras una línea discernible de argumentación (esto sería ya una concesión a la despreciable razón patriarcal-occidental), sino el designio de hacer estallar una imagen global con cada palabra. Es decir: cada enunciado intenta abarcar el mundo entero mediante la concentración total, que puede ser al mismo tiempo la oscuridad previsible. Este estilo contrapone generalmente unos pocos aforismos brillantes a largos pasajes oscuros y proféticos, como si los primeros fuesen la iluminación de los segundos.

La estructuración y el estilo deliberadamente confusos de las obras postmodernistas pueden encubrir una negativa a ver y comprender los problemas realmente graves de la época actual y a descuidar lo rescatable de nuestro mundo: el sentido común crítico, la herencia universal del arte y el pensamiento y el pluralismo tolerante frente a concepciones políticas divergentes. Salvando las distancias se puede postular la tesis incómoda de que los escritos de esta corriente y los productos de la cultura popular exhiben un cierto paralelismo al dificultar el surgimiento de individuos autónomos, capaces de juzgar por sí mismos en torno a cuestiones éticas y estéticas y de superar el infantilismo social y político. Sólo este tipo de personas puede liberarse del miedo ancestral, que es una de las causas que impele a los hombres a buscar el abrigo de la colectividad. Exonerarse de ese temor –o de manera realista: el intento de hacerlo– representa una de las bases de la autonomía individual. Y esta última es una de las precondiciones para tomar parte reflexivamente en los procesos deliberativos de formación de las voluntades políticas, lo que resulta inseparable de la modernidad en sentido amplio. Aquel miedo nos lleva a menudo a buscar la unidad primigenia del ser humano consigo mismo, con la naturaleza y con el mundo laboral, una unidad que probablemente nunca ha existido, por lo menos desde el Neolítico. Por ello se da con mucho vigor la propensión a retornar a sociedades premodernas, que en América Latina están identificadas hoy por las civilizaciones prehispánicas (o, más exactamente, por lo que los teóricos postmodernistas de la descolonización se imaginan bajo esos modelos civilizatorios). La lucidez y el libre albedrío, como dice por contraste Mario Vargas Llosa, no pueden desarrollarse en un modelo civilizatorio que más bien fomenta la mentalidad gregaria y colectivista (2012, pp. 28-29)[ 19 ]. No hay duda de las múltiples ventajas de la sociedad premoderna, entre las cuales se hallan la existencia de una solidaridad permanente, no mediada por procedimientos burocráticos, y la consolidación de una sólida identidad social, que evita o mitiga muchos de los fenómenos contemporáneos de alienación. Pero ese ámbito premoderno, al igual que la cultura popular, es liminarmente conservador, proclive a la repetición de rutinas y convenciones muy arraigadas y por ello muy apreciadas por la población respectiva. Esto es favorable a la tranquilidad de espíritu, pero perjudicial para la formación de una consciencia crítica. Por lo tanto se puede aseverar: la celebración de la cultura popular pasa por alto la probabilidad de que los contextos colectivos populares (como las comunidades campesinas ancestrales de los Andes) impulsen a los seres humanos a buscar permanentemente refugio en la moral tribal, en las certidumbres del tiempo primigenio y en los pasatiempos inofensivos de sociedades relativamente simples, entretenimientos que, después de todo, son muy proclives a lo frívolo y lo efímero.

Normativas éticas y estéticas en la cuestión del medio ambiente y las aporías que permanecen

Es probable que el origen de la moral y de la apreciación estética sea el mismo: el conocimiento de las proporciones (Gunzelin Schmid Noerr, 2006, p. 76) El asombro ante la belleza del cosmos y ante el orden armonioso prescrito por Dios promovió un primer impulso de imitar las proporciones ideales en el medio humano mediante los actos de justicia y la creación de obras de arte. En el respeto a la naturaleza se unen, como afirmó Jürgen Habermas, razonamientos éticos y consideraciones estéticas, y estas últimas pueden ser las más fuertes porque “la experiencia estética de la naturaleza” nos muestra la autonomía en el fondo inaccesible de la misma y su integridad vulnerada irracionalmente por la mano humana (1991, p. 226).

No propongo, sin embargo, un acceso estético –o, más precisamente, estetizante– a esta problemática. En la historia del pensamiento y la filosofía occidentales han tenido lugar varias justificaciones estéticas de la existencia del mundo. Ellas parten del axioma de que la actividad social y política que podemos calificar como responsable parece convertirse en algo alienante, irracional y precario sin una afirmación positiva, creativa y hasta lúdica de nuestro entorno, como la que produce a menudo la experiencia estética. Como afirmó Volker Gerhardt, las grandes concepciones en torno a la praxis moral y política no resultan enteramente efectivas sin el placer intelectual (el auto-enamoramiento) que genera la pertenencia a una unidad social. La auto-estima y la compasión en cuanto raíces de nuestra sensibilidad moral son demasiado abstractas o groseras sin el elemento del goce estético (Volker Gerhardt, 1988, p. 64). Friedrich Nietzsche propuso una fundamentación estética de la percepción del mundo y de la actividad humana en él, cercana a concepciones epicureístas, y así se entremezclan en su teoría elementos estéticos y convicciones éticas. En las concepciones actuales sobre política en América Latina, que han sido influidas por corrientes postmodernistas, se puede encontrar una fuerte inclinación a esta doctrina.

Pero, como asevera Volker Gerhardt, una justificación estética del mundo es algo nebuloso y limitado, porque la actividad humana participa también del conocimiento racional y de la praxis socio-política, dos esferas que no están garantizadas por la percepción estética (1988, pp. 64-67). La alusión a Nietzsche y a pensadores inspirados por él no es gratuita. En América Latina Nietzsche es una de las fuentes de inspiración de teorías postmodernistas y doctrinas relativistas de gran difusión y atracción en la actualidad. Como afirmó Karl Löwith con intención pedagógica, Nietzsche representa “el compendio del irracionalismo” (2007, p. 7) y de las tradiciones alemanas similares. Aunque el gran filósofo constituía, según Löwith, un “acontecimiento específicamente alemán, radical y funesto” (p. 8), no hay duda de que anticipó una concepción doctrinaria y hasta una opción práctica muy difundida en el Nuevo Mundo.

La nostalgia crítica por un mundo mejor nos conduce a otro tipo de reflexiones y problemas donde se cruzan los criterios éticos y estéticos. Está claro que hay que defender el medio ambiente por consideraciones morales (la planificación del largo plazo, el bien común dependiente de un planeta frágil, la responsabilidad frente a las generaciones futuras, los posibles derechos de la naturaleza) y por razones estéticas (la defensa de la belleza de la Tierra, el respeto a una creación de gran complejidad anterior a la historia del Hombre, el cuidado de un jardín irrepetible). Las orientaciones pro-ecológicas no pueden provenir de las mismas fuentes que causan los desarreglos y los problemas: la tecnología y la economía. Las orientaciones deben salir del diálogo de las ciencias con la filosofía y la teología. No puede haber un orden mundial adecuado sin un ethos del mundo. Como dice el gran teólogo suizo Hans Küng, el saber científico y erudito no nos proporciona un sentido profundo de lo que ahora es adecuado (2003, p. 251). La incondicionalidad de algunas normas éticas básicas sólo puede ser establecida por la religión. Por ejemplo: sólo mediante la religión se puede prohibir a la humanidad que cometa voluntaria y conscientemente suicidio. Si uno persigue su propio interés bien fundamentado, uno no tiene porqué limitarse ecológicamente. Sólo la religión nos brinda el último fundamento para la automoderación.

En una sociedad donde lo único que cuenta es la obtención de ganancias materiales y en la que florecen únicamente nociones positivistas y empiristas del saber científico, es imposible aseverar que la rectitud y el amor son más convenientes que la iniquidad y el odio, máxime si estos últimos nos brindan claras ventajas materiales, como suele ocurrir habitualmente. Sin una moral transcendente, que de alguna manera estriba en lo divino, no se puede afirmar, como escribió Max Horkheimer (1970a, p. 36; 1970b, pp. 60, 81), que la justicia y el amor sean mejores que la infamia y la aversión. Cuando se trata de fundamentar en última instancia el sentido de las normas éticas en su pretensión de validez universal, se perciben rápidamente los límites de una moral exenta de todo impulso teológico.

A primera vista parecería que estos argumentos significan un retorno a saberes ancestrales premodernos y a concepciones no estructuradas intelectualmente, pero habituales en la cultura popular. Intérpretes de la realidad andina y de la sapiencia indígena sostienen ahora que las antiguas pautas normativas de la región andina prescribían que el vivir bien tendría preferencia sobre el vivir mejor: la armonía con la naturaleza constituiría un valor superior al incesante progreso material, típico de la civilización europea-occidental[ 20 ]. Hay evidentemente un paralelismo con la teoría de Hans Küng de que la supervivencia de los ecosistemas (una cuestión de largo aliento) debería prevalecer sobre el crecimiento incesante de los circuitos económicos (un asunto de corto plazo en términos planetarios).

La realidad teórica y práctica es, sin embargo, más compleja, y por ello y a modo de cierre conviene retornar brevemente al pensamiento crítico-racionalista de Hans Küng. El que actúa de acuerdo a parámetros morales y ecológicos, afirma el teólogo suizo, no procede de modo anti-económico o antirracional, pues lo hace de acuerdo a la moral de la responsabilidad, es decir se acerca de modo profiláctico y a largo plazo a un comportamiento que a la postre resulta estrictamente racional en términos económicos (Küng, 2003, pp. 250-254). Este último punto nos muestra la diferencia entre el pensamiento racional-ecológico y lo que los propagandistas actuales entienden bajo saberes ancestrales andinos. Hans Küng ha desarrollado su concepción a través de un largo diálogo entre la ciencia y la teología, considerando los aportes de todas las tendencias académicas y respetando la perspectiva realista de la plausibilidad. En cambio las formas contemporáneas de la cultura popular latinoamericana y la configuración actual de la sapiencia indígena están fuertemente influidas por las grandes modas intelectuales y colectivas del mundo globalizado. La cultura popular es tributaria, por ejemplo, de aquel consumismo capitalista masivo que no está preocupado por puntos de vista ecológicos. Los llamados saberes ancestrales, que han sido reinventados en las últimas décadas por intelectuales urbanos inspirados por los llamados estudios postcoloniales de las universidades norteamericanas, no tienen mucho que ver con los antiguos saberes ecológicos andinos o de otras civilizaciones premodernas, salvo la propaganda de los gobiernos populistas en favor de una reivindicación interesada de las culturas indígenas. Toda esta operación, relativamente exitosa, no pesa en la vida cotidiana y en el desarrollo efectivo de los países involucrados. Lo que la cultura popular ha preservado de aquel ámbito ancestral es la inclinación al autoritarismo y a fenómenos afines, por un lado, y la continuación de una atmósfera general de infantilismo político y desconocimiento del ancho mundo, por otro. Esta constelación es la que puede significar un retroceso de los valores humanistas en medio de una cierta democratización superficial, sobre todo en los regímenes populistas que no se han destacado precisamente por el fomento de una consciencia crítica mediante esfuerzos pedagógicos de gran escala. Nihil novi sub sole.

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Notas

[2] Cfr. Fernández Vega, 2013, pp. 154-161.

[3] Cfr. Holmer Steinfath, 1998; Ursula Wolf, 1999.

[4] Cfr. Alex Demirovic, 1999, pp. 96-98, 528-531.

[5] Sobre el enfoque que percibe el pasado como la fuerza de la memoria y su represión mediante la violencia institucional, cfr. Jan Assmann, 2007, pp. 234-235, 241.

[6] Cfr. Entre muchas otras publicaciones: Néstor García Canclini, 1996; Jean Franco, 1997, pp. 62-73; Jesús Martín-Barbero, 2012, pp. 41-53.

[7] Cfr. Héctor González Morera, 2003, pp. 31-47.

[8] Con sistematicidad germánica, Jörg Elbers ha reunido en un volumen bien estructurado las doctrinas ecuatorianas y bolivianas sobre el buen vivir (de origen indígena), y ha intentado demostrar cómo estas doctrinas concuerdan perfectamente con la física cuántica y con los últimos adelantos de la ciencia holística más avanzada. Cfr. Jörg Elbers, 2014.

[9] En torno a la obra de Hannah Arendt, cfr. el interesante texto de Karl-Heinz Breier, 2001.

[10] Cfr. el interesante ensayo de Carlos de la Torre, 2013, pp. 120-137.

[11] Cfr. el estudio crítico de Rafael Rojas, 2012, pp. 28-40; y el texto apologético de Pedro Alzuru, 2005, pp. 47-57.

[12] En general cfr. Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, 2010; Michel Maffesoli, 1996.

[13] Como lo señaló tempranamente Theodor W. Adorno, 1967, pp. 60, 68.

[14] Se puede hallar una especie de resumen de estas corrientes a un alto nivel teórico en el celebrado libro de Gianni Vattimo y Santiago Zabala, 2012. Esta obra demuestra, en realidad, la involución del marxismo postmodernista desde posiciones críticas hasta la simple apología de regímenes populistas.

[15] En la misma línea: Omar Rincón, 2015, pp. 94-105.

[16] Cfr. la brillante exposición de esta temática en: Rüdiger Safranski, 2000, p. 267.

[17] Para esta posición cfr. Herbert Marcuse, 1978, pp. 18, 26, 29, 61. Desde una posición diferente cfr. la breve y brillante obra de Hans-Georg Gadamer, 1977, pp. 20, 47.

[18] Citado en: Momme Brodersen, 2005, p. 76. Benjamin escribió que en las cosas importantes de la vida hay que ser “radical, pero nunca consecuente” (2005, p. 31): una buena caracterización del impulso general postmodernista.

[19] Esta mentalidad se complementa muy bien con el método más eficaz para divertirse y huir del aburrimiento: el cultivo de “las bajas pasiones del común de los mortales” (2012, p. 56).

[20] Entre muchas otras publicaciones cfr. Josef Estermann, 2006; Javier Medina, 2008.

Notas de autor

[1] Estudió Ciencias Políticas y Filosofía en la Universidad Libre de Berlín, donde obtuvo en 1973 el Doctorado en Filosofía Magna Cum Laude y en 1976 la concesión de la Venia Legendi (habilitación para cátedra titular de ciencias políticas para el sistema universitario alemán). Es miembro correspondiente de la Real Academia Española desde 1987, miembro de número de la Academia de Ciencias de Bolivia y de la Academia Boliviana de la Lengua. Ha sido catedrático visitante en universidades de Alemania, Australia, España y Suiza.

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